
La palabra entre nosotros ha descalificado su magia, la hipnosis de lo verosímil, su poder de significación. De ese espacio de asombro, admiración, pensamiento y creatividad infinita, la palabra se ha convertido en un estéril y desolado territorio.
Y los plumíferos oficialistas creen que yo soy el peor de todos porque lo digo. Pero lo cierto es que estamos aturdidos de palabras vacías, de la burda manipulación del espíritu que caracteriza a la sociedad dominicana de hoy, del frío cinismo que ha convertido el saber implícito de la expresión en un equívoco.
Y cuando se oye hablar a un político, a un estratega, a un “comentarista”, ya no sabemos si habla para que podamos entendernos o solo para engañarnos. Nuestro signo es la desvalorización de la palabra, que se convierte en lo contrario de su naturaleza comunicativa, en un instrumento de ocultamiento. En la República Dominicana la palabra es una maldita ramera que sólo sirve para hurtarnos la verdad.
Los escritores que ponemos a circular ideas desde los periódicos tenemos una relación dialógica con un público lector que nos favorece con un misterioso acto de “consentimiento”, imprescindible para seguir adelante.
Yo me puedo considerar afortunado, porque mis artículos encuentran eco en numerosos lectores que comparten y difieren de mis ideas, y porque en el catálogo de todo lo que ya no asombra a nadie en esta extendida prostitución de los valores, mis temores, mis miedos, no me han inmovilizado en el silencio.
Yo me puedo considerar afortunado, porque mis artículos encuentran eco en numerosos lectores que comparten y difieren de mis ideas, y porque en el catálogo de todo lo que ya no asombra a nadie en esta extendida prostitución de los valores, mis temores, mis miedos, no me han inmovilizado en el silencio.
Hay una larga fila de vicisitudes en nuestro país, que se repiten, que revelan su justificación profunda en una circularidad obsesiva, como si nuestra sociedad reprodujera siempre y a todo precio las mismas relaciones de degradación y opresión. Sólo soy un escribidor, ningún poder me acompaña; pero cuanto escribo reúne pensamiento y voluntad que parecen extraer fuerza de un bello sueño interior.
Y puede que muchas de mis reflexiones estén alejadas de la tierra sólida del sentido común que define a los hombres exitosos de nuestros días, a los nuevos millonarios peledeístas que alguna vez fueron humildes profesores universitarios en la UASD, como yo; pero porque ese bello sueño interior todavía existe, las verdades que el lector de mis artículos pueda encontrar no vienen a imponérseles desde el exterior como un signo puramente intelectual, puesto que son la crónica de una decepción cotidiana.
Los plumíferos lánguidos, tan abundantes ahora, tan encanallecedores de la sociedad, tan bien pagados con el dinero de los contribuyentes; lo saben muy bien. Es lo que me condena y lo que me salva.
Ahora soy casi viejo, pero sé, con toda certeza, que es realizándome en el otro que comprometo mi ser en el mundo. Nada me puede salvar del riesgo de mi libertad, que no le debo ni a Balaguer ni a Leonel Fernández. ¡Esa maldita ramera de la palabra! Y yo, el peor de todos. Andrés L. Mateo (CD)
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