Mi admirado Stefan Zweig (uno de los autores que he leído con más pasión), el judío austriaco que se suicidó en Brasil junto a su esposa, escribió, por el contrario, sobre la falacia y las consecuencias de la obediencia ciega en “Momentos estelares de la humanidad”. Napoleón derrota al ejército prusiano, que se repliega hacia Bruselas donde lo espera Wellington, y manda al Mariscal Grouchy en seguimiento de las tropas “vencidas pero no aniquiladas” para que no se juntaran con las de Wellington, como en efecto lo hicieron. Grouchy persigue sin éxito a los prusianos, que se repliegan a marcha forzada. El estado mayor de Grouchy se rebela. Le dicen que hay que dejar la inútil persecución y acudir en defensa del Emperador en Waterloo, donde ya se escuchan los cañones. Pero Grouchy impone su autoridad. Dice que recibió órdenes del mismo Emperador de perseguir a los prusianos y no tiene contraórdenes. De modo que los prusianos llegaron primero a Waterloo y Napoleón perdió la batalla, su última batalla, gracias a la obediencia servil y a la falta de iniciativa personal de Grouchy. El Mariscal obediente a ciegas hundió a su Emperador. PCS]
LA FALLA DE GROUCHY
Sin darse cuenta él mismo, Grouchy tiene en sus manos la suerte de Napoleón.
Cumpliendo las órdenes recibidas, partió al atardecer del 17 de junio y tras los prusianos en
la dirección que creyó habrían seguido. La lluvia había cesado y, como si marcharan por
tierras sin enemigos, los jóvenes soldados que hasta el día anterior no habían venteado la
pólvora no ven aparecer por ninguna parte al adversario ni descubren la menor huella del
ejército prusiano. De repente, mientras el mariscal toma un ligero refrigerio en una casa de
campo, notan que el suelo se estremece bajo sus pies. Prestan atención, y llega hasta ellos
un sordo, continuo y amortiguado rumor. Son cañones que disparan a una distancia de tres
horas. Algunos oficiales se echan al suelo y pegan el oído en él como hacen los indios, para
poder precisar la dirección del cañoneo. Su eco retumba apagado y lejano. Son las baterías
de Saint-Jean, es el principio de Waterloo. Grouchy reúne a los oficiales en consejo.
Gérard, el jefe de su Estado Mayor, exclama con ardimiento:
—Il faut marcher au canon!
—Es preciso marchar en dirección al fuego de artillería.
Otro oficial apoya esa opinión gritando:
—¡Vamos por ellos inmediatamente!
Ninguno duda que el Emperador ha dado ya con los ingleses y que ha comenzado una dura batalla. Pero Grouchy está indeciso. Acostumbrado a obedecer, se atiene a las
instrucciones recibidas, a la orden imperial de perseguir a los prusianos en su retirada.
Gérard, ante el titubeo del mariscal, insiste con vehemencia:
—¡Vayamos por los cañones!
Y para los veinte oficiales, aquellas palabras suenan como una orden, como una
súplica. Pero Grouchy no está conforme con la sugerencia. Vuelve a decir terminantemente
que él no puede dejar de cumplir su obligación mientras no llegue una contraorden del
Emperador. Los oficiales se sienten decepcionados, escuchando en el expectante silencio el
lejano retumbar de los fatídicos cañones.
Entonces Gérard intenta un último recurso. Suplica que se le permita acudir al campo de batalla con su división y unas cuantas piezas de artillería, comprometiéndose a regresar a tiempo. Grouchy reflexiona durante un momento.
LA HISTORIA DEL MUNDO EN UN MOMENTO
Grouchy reflexiona un momento, y ese momento decide su propio destino, el de
Napoleón y el del mundo entero. Aquel momento transcurrido en una casa de campo de
Walheim decide todo el siglo XIX. Aquel momento —que encierra la inmortalidad— está
pendiente de los labios de un hombre mediocre pero valiente; se halla entre las manos que
estrujan crispadamente la orden del Emperador. ¡Oh, si en aquellos instantes Grouchy fuera
capaz de arriesgarse audazmente, de desobedecer las órdenes recibidas por convencimiento
propio ante los hechos, Francia estaría salvada! Pero aquel mediocre y apocado hombre se
limita a atenerse a la disciplina. Es incapaz de escuchar la voz del destino. Por eso Grouchy
se niega enérgicamente. Sería un acto de insensatez dividir más aún un cuerpo de ejército
que ya se halla dividido. Su misión es perseguir a los prusianos, sólo eso. Los oficiales no
replican. Un penoso silencio se hace alrededor del jefe. Y en aquellos instantes se le escapa
irremediablemente lo que ya ni palabras ni hechos podrán restablecer: Wellington ha
vencido. Prosigue el avance. Gérard y Vandóme, comidos por la rabia; Grouchy,
intranquilo y a cada momento menos seguro, pues, cosa curiosa, no se ve el menor vestigio
del ejército prusiano, que parece haber abandonado la idea de marchar sobre Bruselas. De
pronto, unos emisarios traen noticias sospechosas de que la retirada del enemigo se ha
convertido en una marcha de flanco hacia el campo de batalla. Aún habría tiempo de correr
en auxilio del Emperador, pero Grouchy continúa esperando la contraorden, cada vez más
inquieto y preocupado. Sin embargo, no llega. Retumban sin cesar los cañones. La tierra
tiembla: son los dados de hierro que decidirán la batalla de Waterloo.
LA TARDE DE WATERLOO
Es ya la una. Se han lanzado cuatro ataques, que han removido sensiblemente el centro de Wellington. Napoleón se prepara para el asalto decisivo. Manda reforzar las baterías de Belle-Alliance, y antes de que se desvanezca la cortina de humo que cubre las colinas dirige una última mirada al campo de batalla. Y entonces descubre que por la parte del Noroeste, una oscura y amplia sombra parece surgir de los bosques. ¡Son nuevas tropas! Todos los catalejos se concentran en aquel punto. ¿Será Grouchy que, inspiradamente, ha
desobedecido sus órdenes y se presenta providencialmente en el instante decisivo? No, un
prisionero cree que se trata de fuerzas prusianas, de la vanguardia del general Von Blücher.
El Emperador sospecha por primera vez que el ejército alemán ha burlado la persecución y va a unirse con los ingleses, mientras sus propias fuerzas maniobran inútilmente. Acto seguido envía un mensaje a Grouchy ordenándole que mantenga el contacto a toda costa y evite que los prusianos intervengan en la batalla. El mariscal Ney recibe al mismo tiempo orden de atacar. Hay que rechazar a Wellington antes de que lleguen los prusianos: nada parece temerario ante la incertidumbre de la situación. Toda la tarde se suceden los furiosos ataques en la llanura, con incesantes refuerzos de infantería, que toma por asalto las aldeas destruidas; flamean las banderas sobre la ola napoleónica que arremete contra el agotado enemigo. Pero Wellington continúa resistiendo y no llega ninguna noticia de Grouchy.
«¿Dónde está Grouchy? ¿Dónde espera?», murmura nerviosamente Napoleón, viendo que la vanguardia prusiana va interviniendo progresivamente en la lucha. Sus mariscales también se impacientan. Y resueltamente, para acabar de una vez, el mariscal Ney, tan temerario como Grouchy prudente —ha perdido ya tres caballos en la batalla—, lanza a toda la caballería francesa a un ataque conjunto. Diez mil coraceros y dragones emprenden la terrible carrera de la muerte, destruyen cuadros, arrollan a los artilleros y penetran en las primeras filas enemigas. Son rechazados otra vez, pero la fuerza de los ingleses toca a su fin, el dominio que ejercían sobre aquellas colinas empieza a ceder. Y cuando la diezmada caballería francesa retrocede ante las descargas de fusilería, avanza la última reserva de Napoleón, de un modo lento y grave: es la vieja guardia que marcha a conquistar la colina de cuya posesión depende el destino de Europa.
RETORNO AL DÍA
Apenas el ataque inglés ha derribado a Napoleón, un desconocido va en una calesa por el camino de Bruselas y de allí al mar, donde un barco espera ya al viajero. Se dirige a Londres. El desconocido llega a la capital antes que los correos extraordinarios y consigue, gracias al total desconocimiento de la sensacional noticia, hacer saltar la Bolsa. Aquel hombre es Rotschild, que con esta hazaña genial funda un nuevo imperio, una nueva dinastía. Pedro Conde Sturla/CD

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